TEXTOS LUIS CABALLERO (III)
POR ENTRE
LA ALEGRIA DE ALGECIRAS
Y EL VIENTO DE TARIFA
Lo recuerdo con toda la alegría que yo transportaba sobre la alocada inquietud de mis 24 años. Había llegado a ese lugar gibraltareño que tanto aman los ingleses andaluces del gaditano peñón, por eso quiero repetir como fue aquella llegada que yo dejé descrita en otro nostálgico intento histórico-literario.
Algeciras (lugar que yo desconocía) campo militar de las Eras y el Peñón de Gibraltar presidiendo su entorno como la torre Eiffel en París y la Giralda de Sevilla. Con los ojos desorbitadamente atentos sigo conociendo y enterándome de cómo son y suenan estos pedazos de España.
Llegamos a la caída del sol. Nos dicen donde debemos acampar y dormir. Bueno pues de momento sobre algo de pasto y de estrellas el artesonado del alto techo. Nos tumbamos pensando en aquel otro “paraíso perdido”, agradable sensación aún palpitante que nos la borra la interrupción sorprendente de tres enormes cañonazos aliados, primer aviso que desde el peñón nos envían nuestros vecinos ingleses a modo de bélica bienvenida, y al mismo tiempo por si hubiésemos que la II Guerra Mundial cabalgaba a lomos del Peñón más flamenco de Europa gracias a la milenaria Cádiz; pétrea elevación esta, desde donde, sin descanso permanecía el aparato defensivo dispuesto a acribillar el cielo y el mar a la menor sospecha.
Un gigantesco reflector peina de luz la franja de tierra donde nos disponíamos a dormir, mientras otros largos chorros de luz persiguen al globo que amarrado a la cola de un avión sirve de blanco a una tupida artillería antiaérea que siembra la noche de disparos y rúbricas de humo. Verdaderamente fantasmagórico. Y escucho a un compañero decir en la oscuridad de la “amplia habitación” ya medio dormido: “quiyo” ¿estaremos aquí seguros? Yo que sé ¿Mira si se le escapa un cañonazo a un inglés de estos y nos mata a “tos” ahora que parece que íbamos saliendo de un lío? Y le dice el otro: Bueno, tu apaga la luz y cállate ya” - Que ganas de vivir y que ángel –
No tardó en llegar la orden de nuestra incorporación a la compañía destacada en al “Alto Aragonés”, Tarifa. La razón por la cual nos mandaron a aquellos andurriales obedecía a la instalación de unos enormes cañones mirando al mar sobre Tarifa.
El Teniente se mandó construir una chavola y yo me busqué un rincón en el palomar de aquella casita que luego el ejercito expropió sin contemplaciones ¡pobre gente!
Nadábamos en aguas del estrecho protegidos del oleaje por unas grandes rocas. Algeciras era durante aquella guerra un puro cabaret, y yo, como “contratado” permanentemente por aquellos flamencos de uniforme no lo pasaba mal.
La Línea y Algeciras fueron invadidas por el miedo alegre de grandes oleadas de soldados internacionales dispuestos a conocer España a través de sus vinos y los amores de una noche que para alguno podría ser la última. De momento nos comunican un inmediato traslado. Adiós a Tarifa de Guzmán el Bueno con su ensordecedor viento de Levante en los oídos, su entrada y salida del estrecho de todos los barcos del mundo. Adiós a sus áridos montes con algún raquítico árbol rendido al poniente en una total inclinación provocada por el famoso viento, y allá enfrente, Ceuta y Tánger como pañuelos blancos tendidos en el mar. Adiós a los marineros cabaret de la calle Munición en Algeciras. Adiós al Peñón de los cañones. Y adiós a estas oleadas de soldados que transportados de un mar a otro descansaban, ellos y sus barcos, fondeados al costado oeste de “nuestro peñón inglés”. Estas tropas llenaban tabernas, bares, restaurantes y sobre todo aquellos cabaret amenizados por señoritas del interior dispuestas a hacer su América a los acordes de aquel viejo y delicioso, sentimental y literario acordeón de todos los puertos de ayer.
Ahora dejaremos el Gibraltar de esta otra guerra sil olvidar que una noche de niebla se estrelló un avión más arriba de donde dormíamos nosotros sobre el pasto. Aunque otro avión que arenizó averiado en la extensa playa de Tarifa, aquel submarino que bombardearon en circulo una tarde y debieron hundir por lo que nos pareció, los que se estrellaron sobre las rocas de la isla de las palomas y llevaban las entradas para ir al cine aquella tarde en Gibraltar, y aquella enfermera que las olas trajeron muerta. Sabe Dios desde donde, aún con los labios pintados. Dios.... que cosas.
Ahora dejábamos todo aquello tan malo para los que peleaban y tan entretenido, novelesco y nuevo para nosotros asomados a una aventura gratuita escalonada de impresiones extrañas. Nadie podía negarnos a nosotros, los últimos y mal mirados soldados penados de pico y pala el aprovechamiento cultural de hicimos de nuestros viajes y estancias por entre campos y pueblos de nuestro país. Una pobre oportunidad que asumimos algunos con mucho entusiasmo, mucha hambre y mucha esperanza. Sin dejar de agradecer el buen corazón de ciertos jefes y oficiales que nos trataron con cariño.
Luis Caballero Polo
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