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CRUZANDO EL PUENTE

TEXTOS LUIS CABALLERO (II)

TEXTOS LUIS CABALLERO  (II)

DESDE EL ESTRECHO DE GIBRALTAR

AL

GUADALQUIVIR DE LAS ESTRELLAS

      Este viento es otro viento.

      Este viento está callado,

      como escuchando a Cernuda

      y a los hermanos Machado.    

Veníamos  de  un  mar  animado de barcos con cañones y gente extraña dispuesta a Matar antes de que  les mataran a ellos la otra gente, preparada para lo mismo, que así es  la  guerra. Pero nosotros veníamos a los verdes naranjales que perfuman de blanco azahar las familiares orillas de nuestro andalucisimo, Río Grande, río salpicado de pueblos  blancos  de cal, paz y agua mansa pasando sin rumores ¡Qué disparidad de sensaciones entre estas dos situaciones geográficas, la paz blanca del perfumado azahar contra la explosiva pólvora gris de la muerte!

Como celebrar el contento que nos embargaba a todos. Así entremos una tarde, con ese sentido pacifico de bienestar y alegría, en el pueblo ribereño de Lora del Río y con el sol caído y todo como de oro. Ahora no podría explicarme a que vino aquel gesto de amabilidad que me proporcionó la desacostumbrada  sorpresa  de  despertar en la habitación de una casa normal, normalmente acostado en una cama normal.

Sobre  los  adoquines  de  la  calle, haciendo ese compás ecuestre tan flamenco y tan campero, me habían despertado los cascos de los caballos romeros. Lora del Río estaba en fiestas. Lora del Río engalana, lo decía el “Niño de la Huerta” en aquel momento, llenando su pueblo con su milonga a manera de diana “La Romería Loreña” presidida por la Virgen de Setefilla.

Salí  a  la  calle a buscar  a  mi recién casado teniente y señora que pasaba con él unos días en el lugar de nuestro nuevo destino. A mediodía me sentí mal, La joven y encantadora cordobesa esposa de mi jefe se interesó inmediatamente por mi indisposición “ Pues si tiene fiebre. Debias mandarlo a casa por unos  días”. Entonces  comprendí  que  a  ella debía haber dormido aquella noche en una cama normal y no en el suelo de una tienda de campaña allá en el campamento. Benditas sean las mujeres, les debo tanto...

Recuerdo lo mal que llegué a encontrarme aquella tarde abrazado por la fiebre. Me fui a la estación y me tendí en un banco a esperar el tren. ¡Como había cambiado todo en mi vida  aún militarizada! Ya  en  el anden descubro la insólita presencia de una de las mujeres más atractivas que en visto en mi vida. Subimos  a la vez y a la vez ocupamos una de las ventanas del pasillo buscando algo de refresco.

Aquella preciosidad me fue aliviando mientras me aclaraba el porqué de su sorprendente presencia en tan inesperado lugar y momento: Regresaba a su casa en Sevilla después de pasar las fiestas del pueblo con sus familiares. Nos mirábamos como deseándonos, como dispuestos sin más remedio a enamorarnos. Y... nos enamoramos... Fue ella la que dijo que éramos novios  cuando bajamos del tren. ¡Que cosas!

Por  encimas  de  los  obstáculos circunstanciales  que  ahora me  salto, paseé con mi novia y fuimos al cine. Después me despedí para ingresar en el hospital, un hospital fuera de la ciudad, alegre lleno de rosas su amplio jardín. Nunca más la volví a ver, ni supe de aquella novia bellísima, viajera y decidida.

Permanecí  en  el  hospital de las rosas algún tiempo, el suficiente como para que surgiera un dulce rosario de silencios románticos. Era una monja joven, estilizada y granadina, “con la cintura de agua”, que dijera Lorca. Me  cogió  como  un  poco su ayudante para alguna que otra labor simple de hospital. No  hablábamos  más  que lo necesario, pero nos mirábamos. Apenas podía decirle nada, pero... otra  vez Lorca “ Vi  en  sus  ojos Arabia y dos arbolitos locos de brisa y de risa y de  oro”. Andando  le  sonaba  el hábito a vestido de flamenca. Alta , pausada, tal vez orgullosa  y  rebelde. Quien  sabe, decían que era monja porque a su novio lo habían matado en la guerra. Me llamaba para que le ayudara a ordenar cosas allá por los rincones el hospital. “Decirle al  vasco que  lo  estoy  esperando  para que me ayude”. El vasco... (bueno que más da).

Y  yo  la  escuchaba, la  miraba, nos  mirábamos y hablábamos, pero poco. A veces la sorprendía  con  la  mirada perdida, como soñando con el “silencio de cal y mirto” donde bordaba  aquella  otra  monja gitana del  poema de  su  paisano Federico. Silencio dentro del grito de la libertad y deseo condenados.

Yo  tenia  una amiga de amarga clausura, de sacrificio escondido. Nos hacíamos falta y venía a verme a este hospital de rosas y colores.

Siguiendo  la  ya  deseada  y agradable manera de encontrarnos por entre aquel mar de rosas,  mi  otra  enjaulada  maravilla  celeste preguntó por mi. “El vasco” ¿Pero no lo sabes? Lo  metieron  ayer  en el calabozo. Parece que discutió con alguien a cuenta de una mujer que suele venir a verlo, se le fue la mano y....

Por la ventana del sótano donde en completa soledad cumplía mi arresto la sentía pasar  pegada  a  la reja. Sólo  alcanzaba  a  verle  las  zapatillas y menos de la mitad de su negro hábito movido con la gracia y el sonido de un frufrú de bata de cola. Debió ser ella la que influyera. “Tu, venga pa arriba” y me incorporó al pequeño grupo de compañeros arrestados.

Aquí se estaba bien, hay luz solar, ventilación y buen humor. Encontré por allí algunas revistas viejas y me faltó  tiempo  para hojearlas. De pronto me  invade  ese  tipo  de emoción  que desconcierta el ritmo del corazón. ¿Pero si esta es mi novia? Aquel amor surgido una calurosa tarde orilla abajo del Gudalquivir. Efectivamente, le  había  servido  de  modelo  al  hacendado  portugués José de Palha, apasionado  fotógrafo  artístico  que  preparaba  una exposición. Mi  “novia” aparecía un poco de perfil con la Giralda detrás.

  “Ilustró  con  sus  encantos  estos  verdaderos cuadros artísticos la señorita de nuestra buena sociedad (¿la otra no es buena?) Maria del”  ¿Qué habrá sido de ella?

Cumplido  al  arresto  pedí el alta, e inmediatamente me presenté al Comandante Jefe del  Batallón. No se  acordaba de  por  donde  andaba  yo. ¿Pero  no  estabas licenciado? Bueno  pues  vete  a  tu  casa, y  se  te  va mal quédate aquí el tiempo que quieras. Aquel hombre  era  bueno. Me despedí de él, de los compañeros y de mi larga condición de soldado trabajador penado.

 ¡Que cosas?

¡Mi  madre! Pobrecita mía. Le  daré  una  gran alegría. Mi madre, ¡Cuánto sufrió mi madre!

                                          Luis Caballero Polo

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